17.2.15

ALPLAX

Me saco el zapato y apoyo la pata bien apoyada sobre el piso de madera plastificado. Todo lo incorrecto vuelve a acomodarse. No es que sea alto, pero los cinco centímetros de elevación arriba de un centímetro de ancho hacen su efecto en el correr por las horas.

Abro la heladera como si no supiera lo que hay y, con la desilusión consentida, miro la tarta de zapallitos de hace 48 horas. La saco y me encorvo sobre el plato blanco en el medio de la cocina. Siento la consistencia del relleno frío envuelto en la masa mojada, pienso que no era necesario hacer esto mientras empujo el último bocado con fuerza. Doy un paso más y dejó el plato vacío en la mesada.

Me sirvo el vaso de agua que ha quedado disociado de la comida. Lo llevo hasta el balcón, me siento en la reclinable y respiro la ciudad como si fuera mi bolsa de papel. Me iluminan los departamentos vecinos, los autos, los carteles.

Entonces la siento. La cucaracha se posa, si porque es voladora, en la comisura de mi labio inferior, la parte derecha. Se me tensan todos los músculos y  ella espera, inmóvil. Una vez que me relajo prosigue, al ver que hay seguridad. Camina por todo el borde del labio inferior hasta la otra comisura. Es enorme. Ahí da un giro y queda como una diagonal que me cruza la boca. Evidentemente tiene la cabeza para arriba porque siento las antenas rozando mi pómulo. No puedo evitar mirar pero mi visión sólo dura unos segundos. De inmediato vuela. Se va. Vuelvo a sentir el vaso con agua que tenía en la mano. Lleno.

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1.2.15

FOGWILL

Soñaba que tenía una idea genial que no podía ser asentada. Si agarraba un anotador la punta del lápiz se quebraba, entonces buscaba un serrucho cuchillo en la cocina que se volvía de manteca al contacto con el grafito. La compu se abría y se cerraba sin guardar cambios, yo no podía ver lo que escribía, porque era como una película en la que la cámara filmaba: me veía de afuera, veía la parte de atrás de la máquina y mi cara de sufrimiento. Antes de que me hiciera la guachada corro a buscar la batería. La compu se apaga y la batería intentaba buscarla en un bolso negro grande blando, un bolso con la impresión de una marca que podía ser de un alfajor o de una universidad. No aparecía y el fondo se volvía cada vez más amplio y podía meter la mano más lejos con más espacio para que el cargador no apareciese. Fue entonces cuando levanté la mirada y vi la pared blanca, blanca, toda jugosa, e intenté escribir con una caca de perro que me había traído de la vereda. Pero la caca estaba adherida. No sólo que no podía sacarla del suelo sino que ni siquiera me ensuciaba las manos. Una caca inservible.

Ya dejaba de verme las mano limpias y pasaba al antebrazo, lleno de venas con sangre sucia, un montón. Siempre se me marcaron y ahora su sobresalir podía ser útil. Claro que no había ningún elemento para cortarme cerca, sino redondeces y bordes redondeados a la fuerza, como si una mente siniestra lo hubiese intervenido todo. 

Hoy a la mañana me despertaba sin recordar la idea, por supuesto, asustada de mi límite, de hasta donde estaba dispuesta a llegar por lo que no iba permitirme escribir. Y la idea no está. Me sobo la cabeza con el pensamiento consuelo de que muchas veces las he perdido y una vez encontradas, no eran tan buenas.

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