Hacer una calle de mueblerías viene porque, mientras más somos, más crece la necesidad de especificidad, puede que por practicidad o de ya no soportar tanta complejidad. Este último sentimiento es lo que me llevó a encerrarme, a salir de noche, a todo lo que estuviera abierto de noche.
Cuando Carlos y Mirta murieron, con ocho meses y tres días de diferencia, entre mis hermanos se desató una trifulca, primero de tirones verbales que crecieron en tensión, para pasar a un lloriqueo de necesidades y ordenes de mérito. El final fuera una batalla campal con cosas que pasaron en edades de cinco años no prescribían como armas.
Yo decidí que, mientras a ellos evidentemente les entusiasmaba la cuestión de dividir el quincho, a mí en lo particular, no podía salvarme. Dejé que se hicieran con todo. Soy el único que habla con los dos.
En realidad ellos me hablan porque a mí me cuesta, siempre me costó hablar con las personas que piensan el espacio como cantidad de cuotas disponibles en la tarjeta de crédito. Quizás por eso me fui buscando solo. Me invitan empanadas y me cuentan sus desaires mutuos. Esperan que les dé información, cosa que nunca hago.
Enrique, el mayor, me ve como una amenaza latente, y Cala, la más chica, con algo de lástima, "Acá podrías poner una pizzería, la chica del kiosco, se nota que le gustas, y viajar, siempre viajar". Le gustan las casas ordenadas y supongo que a mí no sabe dónde ponerme. A todas luces es insoportable y hago esfuerzo de buen hermano para no marcárselo mucho.
Por suerte en mi vida ellos pasaron de un tercer a un quinto plano. La semana pasada, entre los muebles de aglomerada del fregadero recibí una visita ruidosa. La rata me sonrío, y, desde entonces nos hicimos amigos. Poco a poco, le fui acercando comida hasta que ahora, por ejemplo, puede trepar hasta mi mano y quedarse ahí dormida. Hoy estoy comprando muebles para ella.
